A veces, cuando estoy en la cancha viendo fútbol, experimento un fenómeno extraño. Escucho un grito a lo lejos y una parte de mi cerebro me indica: “Hubo un gol. Atento porque ahora lo vas a ver”. Es, por supuesto, la parte de mi cerebro más afectada por el hábito de ver fútbol por televisión, la que sabe que siempre hay un vecino al que la señal le llega antes que a mí, la que recuerda que aunque la pantalla diga vivo siempre hay un retraso, eso que llaman delay. Desde luego, la sensación dura un instante, apenas una fracción de segundo. De inmediato, el resto de mi cerebro responde: “Estás en la cancha, idiota, estás viendo el partido en directo, sin mediaciones, nadie puede haber visto el gol antes que vos”. Me pasó muchas veces y me volverá a suceder.
Hace unos días comentábamos con mi amigo Facundo que, para ver ciertos partidos, ahora no es imprescindible tener contratada la televisión por cable, porque las transmisiones se incluyen en la plataforma Disney Plus. Facu señaló un aspecto negativo de esas transmisiones: el delay. En ocasiones, el grito de gol de un vecino puede llegarnos muchos segundos –hasta un minuto– antes que la imagen a nuestra pantalla. En términos futbolísticos, eso es mucho tiempo. Ante tal problema, una posible solución consiste en aislarse del mundo, sellar las ventanas, ponerse auriculares, insonorizar la casa… Y sin embargo eso no alcanza. Hace falta algo más: hay que olvidarse, suspender la conciencia del delay, autoconvencerse de que uno ve lo que está sucediendo ahora mismo, como si estuviera en la cancha.
¿Cuál es el máximo delay posible para que la transmisión se siga considerando en vivo? ¿A partir de cuánto retraso pasa a ser en diferido?
Hasta entrados los años noventa era normal que la tele (abierta, en esa época casi nadie tenía cable) pasara los partidos en diferido. La transmisión comenzaba cuando en la cancha ya había terminado el primer tiempo. De ese modo, el momento en que uno veía en la tele a los jugadores irse al descanso podía coincidir con el momento en que, en realidad, el partido ya se había terminado. Y aunque fuera posible prender la radio y enterarse de cuál había sido el resultado final, mucha gente optaba por no hacerlo y verlo como si fuese en vivo.
Otro amigo, Octavio, me contó que una vez, cuando era chico (espero recordar la anécdota con un mínimo de fidelidad), estaba sufriendo con un partido que la tele pasaba en diferido. Al llegar el entretiempo, se puso a rezar pidiéndole a Dios que a su equipo le fuera bien en la segunda mitad. Lo hizo pese a que tenía absoluta consciencia de que veía el partido en diferido; es decir, de que el juego posiblemente ya hubiera concluido y, por lo tanto, ninguna plegaria podría ya afectar su desarrollo. No le importó. Para su necesidad de creer, esa asincronía constituía un detalle más bien menor.
Le conté a Facundo, mientras charlábamos sobre el delay, esa anécdota de Octavio, y me dijo que le parecía llena de lógica. La comparó con una situación en cierto sentido análoga: a una persona le entregan un sobre que contiene los resultados de un importante estudio médico; esa persona, antes de abrir el sobre, reza una oración para pedirle a la divinidad que los resultados sean buenos. Los resultados del estudio ya están ahí, impresos en el papel. Más aún, esos resultados hablan del estado de salud de la persona en el momento en que se hizo el estudio, un estado que puede haber cambiado: para bien o para mal. Así y todo, la persona no puede evitar ese acto de fe.
Entonces recordé algo que (se) me ocurrió hace poco. Una tarde, volvía caminando a mi casa. Tenía ganas de tomar vino con la cena. Y no recordaba si en mi casa había vino. Está claro que lo más práctico era comprar una botella. Si en mi casa no había, abriría esa botella; en caso de que sí hubiera, quedaría para alguna siguiente ocasión. Pero pensé en la ley de Murphy. Si compro, me dije, seguro hay un vino en mi casa. Si no compro, seguro no hay.
Le di una vuelta de tuerca más al asunto. Tal vez no era la realidad –la existencia o no de vino en mi casa– lo que determinaba mi decisión, sino al revés: mi decisión afectaba la realidad. No era Murphy sino Schrödinger. En mi casa al mismo tiempo había y no había vino, del mismo modo que en la caja cuántica el gato está vivo y muerto a la vez. Sólo al entrar en mi casa iba a saber si había vino o no, pero eso dependería de mi decisión previa: si antes yo había comprado o no lo había hecho.
Suena extraño, pero ¿no es una lógica similar a la que motiva las plegarias ante hechos ya consumados? Si comprar un vino puede provocar que haya un vino en mi casa (es decir, si las acciones del presente no tienen efecto sólo sobre el futuro sino también sobre el pasado), tal vez una oración pueda modificar lo impreso en un papel y el estado de salud de un organismo, y hasta el resultado de un partido de fútbol que ya terminó. Estaríamos hablando de milagros, por supuesto. Dado que no se puede asegurar si en mi casa había vino o no, o qué decía el papel impreso de los estudios médicos antes de abrir el sobre, o que no se haya abierto una nueva línea temporal en la que el resultado del partido sí se modificó a partir de unas determinadas súplicas, nadie se enteraría nunca de esos milagros. Unos milagros imperceptibles –esta fue la conclusión a la que llegamos Facundo y yo en nuestra charla– que tal vez estén sucediendo todo el tiempo, a nuestro alrededor, en todas partes.