28 de marzo de 2024

Escribir para gente que todavía no existe

Hace un tiempo a Mark Zuckerberg se le dio por crear su propio Twitter y le salió algo llamado Threads, un espacio al que yo no tenía intenciones de sumarme, hasta que un día, no recuerdo si por curiosidad o por error, toqué un botoncito y creé una cuenta que no he podido borrar (si alguien sabe cómo hacerlo, por favor avíseme). Desde entonces, aunque nunca publiqué nada, me aparecen en Instagram y Facebook unas ventanas con publicaciones de Threads que se desesperan por llamar mi atención. Algunas lo logran.

Muchas de esas publicaciones que el algoritmo me entrega en mano como un repartidor de folletos provienen de un segmento particular: gente menor de treinta años, que vive en España, que lee y en muchos casos también escribe y se autopublica (casi siempre en versión digital: uno de ellos preguntaba irónicamente si todavía quedan personas que lean libros de papel); gente que está muy –demasiado– pendiente de las ventas de esos textos que autopublica y de las reseñas y las puntuaciones que esos textos reciben en plataformas como Amazon o Goodreads (otro mundo extraño).

Así fue como me enteré, un par de semanas atrás, de cierta polémica originada por una autora que, en esa red, criticó a una lectora que en alguna parte había calificado su libro con tres estrellas. Tres sobre cinco: una calificación normalita, digamos, un “bueno”, menos que un “muy bueno” y un “excelente” pero más que un “regular” y que un “malo”, por poner nombres de manera muy elemental a algo todavía más elemental como las estrellas o los puntos.

El caso es que la autora se enojó porque esa calificación le bajaba el promedio a su libro. Según su argumentación, si el relato no le había gustado lo suficiente como para ponerle un puntaje más alto, la culpa era de la propia lectora, pues pese a toda la información disponible –sinopsis, reseñas, puntuaciones de otros lectores, etc.– había decidido leerlo. De acuerdo con esa lógica, la lectora tendría que haberse dado cuenta de que ese libro no era para ella. Por lo tanto, la merecedora de la calificación no tan positiva sería en realidad la propia lectora. El asunto generó un montón de respuestas, comentarios y otras reacciones. Muchos defendían el derecho de cada lector a puntuar y opinar como quiera; otros, no obstante, se posicionaban del lado de la autora enojada.

De todo lo que se podría decir o reflexionar en torno a esta cuestión, me interesa detenerme en un aspecto que subyace en esta historia, en las redes sociales, en nuestro tiempo: la impaciencia. El apuro. La ansiedad. Esas personas no sólo desean que sus textos tengan “éxito” (lo que sea que represente para ellas esa palabra): también anhelan que ese “éxito” les llegue rápido, enseguida, ya. Es cierto que las prisas son típicas de la gente muy joven. Pero si algo nos enseñan la escritura y la publicación (o nos deberían enseñar, pienso, o al menos me han enseñado a mí) es a ser pacientes, a fortalecer la templanza, a saber que –como dijo alguna vez el escritor albanés Ismaíl Kadaré– nosotros “estamos habituados a vivir con la velocidad de la ciudad, pero la literatura vive con la velocidad de los astros”, a entender que los libros son como botellas arrojadas al mar.

Más o menos en los mismos días en que supe de esa discusión en internet, tuve noticia de un proyecto que encarna todo lo contrario a la urgencia y la precipitación. Se trata de la Biblioteca del Futuro, una idea de la artista escocesa Katie Paterson que tiene lugar en Oslo, Noruega, con el apoyo de las autoridades de esa ciudad. Se trata de una colección de textos que se irán acumulando, uno por año, a lo largo de un siglo. Permanecerán inéditos y no leídos por nadie hasta el año 2114, momento en el cual se publicarán. La primera autora invitada a participar, en 2014, fue Margaret Atwood. “Qué extraño es pensar que mi propia voz, que para ese entonces llevará mucho tiempo en silencio, despertará de pronto cien años después”, expresó la autora de El cuento de la criada.


(¿Es Noruega el país que más piensa en el futuro de la humanidad y del mundo? En ese país también se encuentra el Banco Global de Semillas, una “caja de seguridad” para salvaguardar la variedad genética de las semillas de todo el mundo ante posibles desapariciones causadas por catástrofes naturales o conflictos bélicos.)

En los años siguientes hicieron sus aportes a la Biblioteca del Futuro autores como Karl Ove Knausgård y Ocean Vuong. El texto de este 2024 será de la primera latinoamericana que formará parte del proyecto: la mexicana Valeria Luiselli. “Mi hija bebé va a tener 93 años en 2114. ¿Tengo que escribir ‘va a tener’ o ‘debería tener’? Mi hija mayor podría tener 105. Son matemáticas difíciles de pronunciar en voz alta, un horizonte difícil de imaginar”. La autora de Desierto sonoro añade que tal vez para entonces “no haya fronteras nacionales, ni directores ejecutivos de empresas, ni cáncer”, y que está segura de que “habrá curiosidad, y gente que se enamore perdidamente y largas conversaciones”, y que confía en que haya también “partituras musicales, caballos salvajes, coros a capella, pinturas al óleo, baobabs, predicciones astrológicas, ballenas jorobadas, lenguas antiguas y nuevas, saguaros en flor, manos que escriban y ojos que lean”.

¿Qué dirán esos textos? ¿Qué escribir para gente que todavía no existe? ¿Qué nos gustaría que nos dijeran a nosotros, en estos tiempos, unos textos escritos allá por 1930 y que todavía no hubieran sido leídos por nadie?

El auténtico desafío no tiene nada que ver con recibir estrellitas en las redes sociales: el objetivo es escribir textos que trasciendan, que no caduquen tan pronto, que tengan algo para decirle a la gente del futuro. O, al menos, de los que no nos avergoncemos cuando la marea de Facebook nos los traiga de regreso en forma de “recuerdos” el año que viene, o el otro.