7 de diciembre de 2023

Poner una librería

Había pasado ya un buen rato desde la medianoche y me ocurría eso que les suele ocurrir a los niños: tenía sueño pero no tenía ganas de dormir. Así que me fui a la cama con un libro, un conjunto de ensayos del escritor y editor italiano Roberto Calasso titulado Cómo ordenar una biblioteca. Me faltaba leer sólo el último –el más breve– de los cuatro textos que lo componen, titulado a su vez “Cómo ordenar una librería”. Además de que son temas que en general me interesan mucho, andaba en esos días con la intención de escribir un artículo sobre el orden en los libros en las bibliotecas, en las librerías y en otros sitios.

La idea de ese artículo me la había sugerido, bastante tiempo atrás, un breve texto de Laura F., mi amiga librera, acerca de cómo (si no recuerdo mal) una suerte de “premeditado desorden” en los volúmenes de una librería también puede ser una guía de lectura, una forma de ejercer el arte de la recomendación. Si la obra de, digamos, Mariana Enríquez se ubica junto a la de Roberto Arlt y justo después viene la de Yukio Mishima y luego la de Virginia Woolf y apenas más allá la de Stendhal, aunque se trate de autores que no parecen tener demasiado que ver entre sí, pues de algún modo esa sucesión nos dirá algo, nos sugerirá una cierta relación de contigüidad o de continuidad o de influencia, nos propondrá –acaso inconscientemente– un posible recorrido. Ya tenía decidido el título del artículo que iba a escribir: “En busca del desorden perfecto”.


Dice Calasso en su texto que “la librería deberá presentarse como un lugar en el que se quiera entrar” y que “debería ser el lugar en el que del modo que sea se encontrará algo que queramos leer” (las cursivas, en todas las citas, son del autor). También apunta que “el librero debería ejercer su función de primer crítico. La crítica, en su acepción exacta, implica una criba […] Aquí interviene asimismo otra virtud indispensable para el librero: el olfato, la capacidad de orientarse, que implica ante todo la capacidad de separar las categorías”. Añade en otro pasaje que “no existe (por fortuna) un canon de los escritores y cada librero decidirá según su arbitrio –sin perder de vista los criterios de rotación– qué escritores escogerá”.

Hacia el final de su opúsculo, Calasso señala que en una librería “el verdadero lector no necesita mucho: un poco de gusto en la decoración y en las luces es suficiente. Además, claro, de la posibilidad de pasar un rato confortable, dedicándose a esa actividad deliciosa que los ingleses llaman browsing. Lo importante es que pueda encontrar fácilmente los libros que venía a buscar y descubrir aquellos que no sabía que estaba buscando. Y, también, que todo esto suceda en un lugar adecuado […] Así se podrá reconocer, hoy como ayer, la buena librería”.

La lectura me había hecho pensar ya no sólo en el orden de los libros sino también en los demás detalles mencionados por Calasso acerca de las librerías y los libreros, y sin darme cuenta me dejé llevar y me descubrí imaginando cómo actuaría yo si fuese librero, qué decisiones tomaría, de qué maneras intentaría hacer de mi librería una buena librería. Era una época propicia para ejercitar esas fantasías: un mes antes me había quedado sin el trabajo que representaba mi principal fuente de ingresos, de modo que ahora tenía más tiempo y, sobre todo, muchos deseos de dar un giro a mi vida profesional y laboral. Cuando terminé de leer el texto de Calasso, la idea refulgió en mi mente en forma de pregunta: ¿y si pongo una librería?

Es un delirio, fue lo primero que me respondí; es lo primero que me suelo responder en situaciones como esa. Pero inmediatamente después me dije que no: era algo difícil, sí, pero no un delirio. Empecé a elucubrar cuáles serían los pasos concretos que debería dar para llevarlo a cabo. Dejé el libro de Calasso a un lado y apagué la luz, pero en la oscuridad de mi pieza esos pensamientos me dominaron con tanta intensidad que literalmente me quitaron el sueño. Me desvelé. Pasé un largo rato conjeturando mi librería futura.

Al día siguiente era 26 de abril. Técnicamente, ya era esa fecha cuando sucedió todo lo narrado hasta aquí, porque había sido después de la medianoche anterior. Ese día me enteré de que el 26 de abril es el día del librero. Lo tomé, por supuesto, como una señal: una de esas señales en las que uno elige creer. Además, ese día era especial para mí, porque cumplía años una persona a la que quería mucho. Y terminó siendo más especial todavía porque a la noche vi a mi amiga Mariana, cenamos juntos, ella fue la primera persona a la que le conté mi idea de poner una librería, le gustó mucho, se puso contenta, me apoyó. No podíamos sospechar que esa era nuestra última charla, nuestro último encuentro, porque unos días después ella se empezó a sentir mal y una semana más tarde la operaron y estuvo casi un mes en terapia intensiva y yo todavía no puedo creer que, desde finales de mayo, ella ya no esté más con nosotros. Por eso, cuando pienso en el origen de mi proyecto de la librería, Mariana está muy presente.

En los meses siguientes fui dando pasitos, con el inestimable asesoramiento de Laura, mi amiga librera. Aunque en un primer momento me propuse alquilar un local y montar una librería “física”, una en la que –como dice Calasso– cada lector pueda “hojear un libro, leer las solapas, dejar que la vista caiga sobre una página cualquiera, tener el libro en la mano y considerarlo como un objeto, atractivo o chocante”, acepté que era un riesgo demasiado grande para los tiempos que corren en la Argentina (y por entonces ni me imaginaba la que se nos venía) y que una librería online era lo más adecuado para la aventura de un aprendiz de librero, que era en lo que me estaba por convertir. Así fue cómo en agosto, en la FED, comencé a aprovisionarme de libros y a mediados de septiembre lancé oficialmente el emprendimiento de Esmeralda Libros.


Cuento todo esto porque deseo que Esmeralda Libros sea sobre todo una librería pero también más que una librería: que constituya un espacio para hablar de libros, para recomendar libros, para reflexionar sobre libros, para que los libros –que son, como anotó Borges, “una extensión de la memoria y la imaginación”– sean también refugios y antídotos contra la oscuridad del mundo, ahora que se avecinan tiempos en que esos antídotos y esos refugios se tornarán indispensables. Como punto de partida para este espacio, me pareció que nada era mejor que empezar por el origen, por el principio. Acá compartiré también mi artículo sobre la búsqueda del desorden perfecto, si algún día finalmente lo escribo.