Tengo en mi biblioteca unos cuantos libros que todavía no leí. Libros que quiero leer, que tengo la certeza (en la medida en que la vida nos permite tener esta clase de certezas) de que algún día voy a leer. Pero más adelante. Cuando llegue el momento. En el futuro. ¿Cómo puedo estar tan seguro de que ese momento llegará? No lo sé. ¿Y cómo me voy a dar cuenta cuando llegue momento? Tampoco lo sé. Pero sé que, cuando eso suceda, lo voy a saber.
Esos libros están ahí, en los estantes, mezclados con los demás. Cada tanto, buscando otros títulos, me cruzo con ellos, les paso la mirada por encima. De algunos de esos libros que todavía no leí llego a olvidar su existencia, y cuando los veo ahí me digo “cierto que tengo esto”. A veces los saco y descubro que no me acordaba de su tapa, o de su tipografía, o de alguna otra de sus características. Hago memoria: trato de recordar desde hace cuánto los tengo, cómo me llegó, si lo compré, si fue un regalo, de quién, en ocasión de qué. No siempre lo consigo.
Los que compré yo, al menos muchos de ellos, los compré sabiendo perfectamente que todavía no los iba a leer, que no tenía idea de cuánto tiempo tendría que pasar hasta que sintiera que ahora sí, por fin, es la hora de leerlos. Y no sólo por eso que los japoneses llaman tsundoku –el afán de comprar libros a sabiendas de que no se leerán pronto– sino también porque en ciertos casos, cada tanto, por motivos que no puedo precisar, siento que necesito tener determinado libro. Un poco porque estoy seguro de que lo querré leer y para tener la tranquilidad de que, cuando sienta el deseo de hacerlo, lo tendré a mano, cerca de mí.
Pero también por otra razón. Una razón descripta con suma belleza en un párrafo de Elías Canetti, escrito en 1943, incluido en su libro La provincia del hombre y con el que me crucé hace poco, cuando lo compartió en las redes sociales la editorial mexicana Gris Tormenta:
“Hay libros que tenemos a nuestro lado veinte años sin leerlos, libros de los que no nos alejamos, que los llevamos de una ciudad a otra, de un país a otro, cuidadosamente empaquetados, aunque haya muy poco sitio, y que tal vez hojeamos en el momento de sacarlos de la maleta; sin embargo, nos guardamos muy bien de leer aunque sólo sea una frase completa. Luego, al cabo de veinte años, llega un momento en el que, de repente, como si estuviéramos bajo la presión de un operativo superior, no podemos hacer otra cosa que agarrar un libro de estos y leerlo de un tirón, de cabo a rabo: este libro actúa como una revelación. En aquel momento sabemos por qué le hemos hecho tanto caso. Tenía que estar mucho tiempo a nuestro lado; tenía que viajar; tenía que ocupar sitio; tenía que ser una carga y ahora ha llegado a la meta de su viaje; ahora levanta su velo; ahora ilumina los veinte años transcurridos en los que ha vivido mudo a nuestro lado. No hubiera podido decir tantas cosas si no hubiera estado mudo durante este tiempo, y qué imbécil se atrevería a afirmar que en el libro hubo siempre lo mismo”.
Durante esos veinte años –o diez, o cuarenta, los que sean– el libro se ha ido cargando de significado. Me recuerda a lo que dice Flannery O’Connor acerca de cómo se carga de significado la pierna ortopédica de uno de sus personajes, en el cuento “La buena gente del campo”. “Con el transcurso del relato, la pierna de madera continúa acumulando significados”, dice la autora, hasta que al final “ha acumulado ya tanto significado que, digamos, está cargada hasta el tope”. También el libro, mientras nos espera, se carga hasta el tope. La biblioteca como un relato; cada volumen, un personaje de la historia.
En ocasiones hay motivos concretos para postergar la lectura de un libro. Unas veces, la tristeza o la melancolía: un libro muy asociado a alguien que ya no está. Otras, una especie de pensamiento mágico. Sentimos que leer un determinado libro equivaldrá a una conclusión, al cierre de algo, y demoramos ese final. Por algún motivo, no leer cierto libro puede convertirse en una cábala, un sortilegio, una superstición.
Lo bueno es que los libros no se quejan. Tienen paciencia. Como el tango, los libros te esperan.
¿Cuántos libros que no leíste pero que sabés que vas a leer –aunque todavía no– te esperan en tu biblioteca?
Tengo este libro desde hace unos quince años. Tal vez lo lea pronto. |
La forma más extrema de postergar la lectura de un libro consiste en elegirlo como el último que se ha de leer antes de morir. Lo hace Desmond, el personaje de la serie Lost, quien decide que la última lectura de su vida será Nuestro común amigo, la última novela de Charles Dickens. Su última novela terminada, en realidad: Dickens empezó a escribir una novela más, El misterio de Edwin Drood, pero se murió cuando iba por la mitad. El mismo riesgo se cierne sobre cualquiera que, como Desmond, pretenda decidir cuál va a ser su último libro leído: que la muerte no le dé el tiempo necesario, no llegar a concluirlo, o ni tan siquiera a empezarlo. Otro riesgo: el de arrepentirse de haberlo demorado tanto, por negarse la posibilidad de disfrutar durante más tiempo del haberlo leído. Sin embargo, más allá de los riesgos, como gesto poético me parece hermoso. La vida como un relato; ese libro último, la clave del capítulo final.