25 de abril de 2024

No te olvides que soy distinto de aquel pero casi igual

Se cumplen en estos días diez años de cuando dejé de vivir en Madrid. En aquellas jornadas de finales de abril de 2014 ya tenía casi todas mis cosas metidas en cajas, unas cajas que se apilaban en aquel departamento de la calle Santa María, a la vuelta del metro Antón Martín, en el barrio de las Letras, el barrio más lindo del mundo, que fue mi hogar durante algo más de dos años.

“Mi idea es terminar de embalar casi todo mañana”, escribí en mi diario el domingo 27. “Que para la mañana del martes sólo me quede desarmar la cama, y a la tarde limpiar todo y arreglar cuestiones de último momento. El miércoles por la mañana hacer la mudanza y, por la tarde, tomarme el micro a Pamplona”.

Lo que llamaba hacer la mudanza consistía en trasladar en un flete todas mis cajas a un trastero, un guardamuebles. Yo me iba a pasar unos meses en Pamplona antes de venir a Buenos Aires.

La noche del lunes 28, ya madrugada del martes 29, anoté: “Siento mucha nostalgia de Madrid. Hoy me puse a llorar así, de la nada, con algunas canciones. Voy a extrañarla mucho. Me da miedo la Argentina, no adaptarme, extrañar, sentirme mal. Qué raro es todo”.

Una reliquia de aquellos tiempos que me
encontré hace unos días dentro de un libro.

El miércoles 30 hice la mudanza y me fui a Pamplona. Mis cosas (libros y muebles de Ikea desarmados) se quedaron en Madrid, hasta que, a mediados de agosto, llamé a la empresa que gestionaba el trastero, la cual también hacía mudanzas transatlánticas, y encargué que me las enviaran a Buenos Aires. Las subieron en un barco y las mandaron. En los últimos días de ese mismo agosto volví a Madrid y me quedé ahí una semana. El domingo 7 de septiembre, el día en que se cumplían siete exactos años de mi llegada a Madrid, abordé un avión en Barajas. El avión despegó, pasó por encima del barco que traía mis cosas y aterrizó en Ezeiza el lunes 8. Ese mismo día se murió el Ancho Rubén Peucelle; según mi amigo Facundo, porque dos tipos tan grosos no cabíamos en un mismo país. Tres semanas más tarde, después de unos trámites aduaneros bastante engorrosos, recuperé mis cosas. Las llevé a Varela; quedaron en la casa de una amiga de mi mamá, que tenía un cuarto libre. Permanecieron ahí casi un mes y medio: hasta que me mudé al departamento de Almagro donde todavía vivo, donde escribo estas líneas.

Durante esos meses (los últimos en Madrid, los cuatro que viví en Pamplona, el par que pasé con mis viejos en Varela, los primeros acá en Almagro) terminé de escribir la primera versión de mi primera novela, El lugar de lo vivido, cuyas acciones transcurren en Varela en el año 2000 y que publicaría la editorial Malisia, de La Plata, en 2018.

Ahora, cuando se cumplen diez años de todo aquello, terminé de escribir la primera versión de mi segunda –o acaso tercera– novela, cuyas acciones transcurren en Madrid en el año 2010.

Esas simetrías temporales no fueron, desde luego, deliberadas. Mi novela de Madrid la empecé a escribir a finales de 2015 o comienzos del 16; no mucho después la guardé en un cajón virtual; dos años más tarde la retomé y la volví a archivar; regresé a ella hace un par de años, y desde entonces la hice avanzar, o ella me hizo avanzar a mí, no sin nuevas pausas, hasta esta versión a la que me atrevo a adosarle el adjetivo final.

Lo tengo claro: soy lento. Con esas mismas palabras, “soy lento”, empieza Rodolfo Walsh el famoso párrafo que concluye con la idea de que “la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez”. En otro texto, Walsh revela que empezó a escribir su cuento “Esa mujer” en 1961 y lo terminó en 1964. “Pero no tardé tres años sino dos días –aclara–: un día de 1961, un día de 1964”. Y añade: “No he descubierto las leyes que hacen que ciertos temas se resistan durante lustros enteros a muchos cambios de enfoque y de técnica, mientras que otros se escriben casi solos”.

Yo no tardé ocho años en escribir mi novela de Madrid, sino uno y pico o a lo mejor dos, distribuidos a lo largo de esos ocho años. Por supuesto, tampoco he descubierto ninguna ley. Lo que sí descubrí es que preciso mucho tiempo para escribir sobre ciertos temas, en particular aquellos que se relacionan con algunas experiencias, y no tanto porque ensaye cambios de enfoque o de técnica, sino porque lo necesito para –como diría Quiroga– no escribir bajo el imperio de la emoción, para dejar morir esa emoción y al cabo evocarla, para tratar de revivirla tal cual fue e intentar, de ese modo, revivir algunos ambientes, recuperar climas, recrear determinadas atmósferas, lo cual es para mí, en las novelas, el gran objetivo: la tarea crucial.

Mi novela de Madrid ha tenido ya un par de lectores. Una amiga española me dijo que es lo “más argentino” que me ha leído. Y destacó la nostalgia por Argentina que halló en esos personajes míos que viven en Madrid. Una nostalgia que no tuve la voluntad de atribuirles y de la que no era consciente. ¡Yo, que para terminar de escribirla tuve que esperar años, hasta dejar de sentir nostalgia por Madrid! Me recuerda aquellas líneas de Borges: “Me he atrevido a escribir; pero creo que lo que he leído es mucho más importante que lo que he escrito. Pues uno lee lo que quiere, pero no escribe lo que quisiera, sino lo que puede”.