2 de mayo de 2024

Leer es aprender a leerse mientras uno lee

Hay gente que se considera apolítica. Hay gente que se enoja porque los discursos en la Feria del Libro tienen un contenido político. Hay gente que desestima incluso las manifestaciones eminentemente políticas, como las marchas realizadas en la Argentina el martes 23 de abril en defensa de la universidad públicad, porque las considera “políticas”. Pero todo es político: en especial las manifestaciones políticas, pero también los libros y su universo y la lectura y qué se lee y cómo se lee. Quiero decir algo sobre esto, pero daré un rodeo para llegar hasta ahí.

Una de las ideas centrales del libro Una poética editorial –ensayos en los que el crítico y editor español Constantino Bértolo analiza el estado de la literatura y el ámbito editorial en su país en las últimas décadas, publicado por Trama, en Madrid, en 2022– señala que el mercado ha ganado la batalla: se impuso como factor hegemónico para determinar qué es “lo literario” y qué no. Todos los demás elementos que hasta hace no tanto también intervenían en ese proceso, como la tradición, el sistema educativo, las ideologías políticas de resistencia, la crítica y la propia sociedad literaria, han quedado casi sin efecto.


De ese modo, es el mercado el que asume casi en exclusiva la legitimación y valorización de las obras, e impone la lógica de que “la cultura que no vende no es cultura”. “Lentamente los valores del marketing son interiorizados por escritores, críticos, lectores y editores” (concepto que también desarrolla Edgardo Scott en Escritor profesional, publicado el año pasado por Godot). Bértolo habla de una “estética socialdemócrata dominante, cursi y sentimental”, una literatura vacua originada en los años del posfranquismo y caracterizada por “narradores escépticos o cínicos, escenografías de cliché, la metaliteratura como ingrediente y guiño, la sustitución del conflicto por el misterio, la famosa ‘narratividad al servicio del lector’”.

“Una escritura que no plantee esfuerzo alguno al lector –añade Bértolo– se constituye como ejemplo de prosa eficaz y eficiente, actual”.

En línea con esa escritura “socialdemócrata”, el autor habla del predominio de una “poética posmoderna de la lectura”, que trae consigo dos ideas novedosas: “Una, leer es un placer que no sólo no requiere esfuerzo, sino que es contrario a él; y dos, no hay lecturas mejores que otras, pues todo juicio lector es relativo, y el gusto pertenece a la esfera de lo íntimo o privado, es decir, de lo subjetivo e inefable”. Desde luego, Bértolo discrepa de ambas premisas (y yo también).

Al referirse a los planes de fomento de la lectura, Bértolo saca a relucir su lado más lúcido, incisivo y provocador: “A mí, más que preocuparme la gente que no lee, me preocupa la gente que lee. Me preocupa que el grueso de los lectores habituales afirme que lo único que buscan en la lectura es entretenimiento […] También me preocupa mucho la lista de libros más vendidos”. Porque los más vendidos son, desde luego, libros que reúnen las cualidades ya citadas: “Mucha cursilería, mucha bisutería sentimental, mucho morbo revestido de crudeza, tremendismo barato, mucha espontaneidad programada y mucho misterio infantiloide”. Es decir, libros malos.

Y apunta que “los malos libros tienen efecto contaminante, rebajan los niveles de exigencia, nos maleducan como lectores, nos acostumbran a la molicie intelectual, a la pereza mental, a la pasividad lectores. Y eso creo que debería preocuparnos a todos”.

Hasta ahí Constantino Bértolo. Sale él y entra Liliana Heker, quien la semana pasada, en el discurso de inauguración de la Feria del Libro de Buenos Aires, habló precisamente de la lectura. De la lectura no sólo como la facultad de “interpretar un texto y extraer de él un conocimiento nuevo o alguna capa profunda de su significación”, sino también como “la capacidad de leer señales, descifrar gestos, desentrañar intenciones no evidentes, investigar datos; quien sabe leer es capaz de interpretar la realidad más allá de su apariencia más visible, o de la figura que le quieren imponer, o aun de la imagen que él mismo querría que tuviera”.

En esa capacidad encuentra Heker “una explicación probable” a los ataques que quienes gobiernan vienen realizando contra “toda institución o medio que favorezca el aprendizaje, el conocimiento, la reflexión y la actividad cultural en general”. “El objetivo de ese ataque, conjeturé –dice la escritora–, sería reducir al máximo el número de los que saben leer: apocar, diríamos, al adversario potencial”.

Distintas estrategias, mismos objetivos: tanto el mercado que impone su lógica con prolijidad como este gobierno de desquiciados que no entienden otra forma de comunicación que la de las burlas y los agravios, lo que procuran es la pasividad lectora, la pereza mental, la molicie intelectual, que no sepamos interpretar la realidad, que no sepamos leer (y que mientras tanto creamos que sí leemos).

Liliana Heker muestra, no obstante, su “hilacha optimista”. “Ante todo, porque en momentos difíciles como el actual termina imponiéndose una lectura irrefutable de la realidad que no necesita de estudios previos: es la inducida por el hambre, y por la angustia de haber sido despedido del trabajo sin razón, y por cualquier otra injusticia que duele de cerca. Lecturas que –la historia universal y nuestra propia historia lo demuestran– encuentran su expresión en la calle. La calle que, pese a la intención oficial de demonizarla, es la voz de los que no tienen voz. Y de los que no son escuchados. Y de los que queremos que, junto a todos los demás, se nos escuche”.

“Las marchas multitudinarias y altamente conmovedoras y comprometidas que ocurrieron este martes en Buenos Aires y en todo el país son una prueba muy clara de lo que digo”. Ese martes, 23 de abril, se celebraba el día del libro, y la convocatoria incluyó la consigna de llevar un libro. Por supuesto, también la elección de qué libro llevar fue un gesto político. Entre los que más vi estaban el Nunca más, la Constitución Nacional, leyes, obras de Paulo Freire, de Eduardo Galeano, de García Márquez, de Rodolfo Walsh, de Perón, de Evita, Mafalda, el Martín Fierro, la República de Platón, publicaciones universitarias, textos de economía social, manuales de organización comunitaria: poco y nada de escritura “socialdemócrata”, de no pedir esfuerzo al lector, de inducir a la pasividad. Libros gastados, ajados, evidentemente muy leídos, seguro subrayados, alguno incluso con pósits de colores que sobresalían de entre sus páginas, todo eso que al mercado no le gusta, porque lo que el mercado quiere es que lo viejo lo tiremos y compremos todo el tiempo cosas nuevas. Sentí que no sólo nosotros sino también esos libros que participaron de la marcha estaban precisamente donde tenían que estar; que la presencia de esos libros era una señal –y una defensa, y una reivindicación de la importancia– de saber leer.

Foto: Luis Robayo (AFP)

“Leer un texto –dice Constantino Bértolo– conlleva ante todo la comprensión de ese texto (algo no tan fácil como parece), y al tiempo es leerse a uno mismo, leer a los otros, leer la realidad política y social que nos hace y nos deshace, y es leer el equipaje de lecturas textuales o no con que de manera nada inocente llegamos a esa lectura. Leer es aprender a leerse mientras uno lee”.