4 de enero de 2024

Capote y Puig y el arte de contar películas

¿Tienen ustedes algún cuento que, sin importar cuántas veces lo relean, los conmueve siempre hasta las lágrimas? Yo sí: “Un recuerdo navideño”, de Truman Capote. Me volvió a ocurrir el mes pasado, cuando lo releí porque lo íbamos a comentar en algunos de mis talleres. El relato –publicado a finales de 1956, cuando Capote tenía treinta y dos años– narra el vínculo entre un niño llamado Buddy (una versión autobiográfica del autor) y una prima lejana, una mujer de sesenta y tantos años que “sigue siendo pequeña” y a la que él, en este texto, llama simplemente su “amiga”. Preparan tortas y otros regalos para hacer a otras personas en Navidad. La historia transcurre hace casi un siglo, a comienzos de la década de 1930, en algún pueblo del sur de los Estados Unidos.

Al hablar de su amiga, Buddy cuenta que ella nunca se ha alejado más de cinco kilómetros de su casa, nunca comió en un restaurante, nunca leyó nada que no fueran historietas o la Biblia y, entre otras cosas, nunca vio una película. Ni tiene intenciones de hacerlo. “Prefiero que tú me cuentes la historia, Buddy. Así puedo imaginármela mejor. Además, las personas de mi edad no deben malgastar la vista. Cuando se presente el Señor, quiero verlo bien”.

La actitud de la mujer ante el cine recuerda a la manera en que algunas personas –sobre todo de cierta edad– se aferran a sus costumbres. Ves a alguien ejecutar una determinada acción y le explicás que se puede hacer lo mismo de manera más sencilla, o que existe un aparato que facilita mucho la tarea, y sin embargo la respuesta es: “Prefiero hacerlo a mi manera”. Si le preguntás por qué, esa persona esgrimirá razones tan peregrinas como que le gusta más imaginar que ver una historia o que desea ahorrar capacidad visual para el encuentro con Dios. Yo mismo –no voy a negarlo– ocupé ese rol en más de una ocasión. Hace poco leí un tuit de alguien que decía que descubrimos música nueva hasta los veintiséis años y que a partir de esa edad nos dedicamos a escuchar siempre lo mismo y a decir que toda la música nueva es una mierda. Es una exageración bastante acertada; sospecho que empezamos a hacernos viejos mucho antes de lo que nos gusta creer.


Esta relectura del cuento me hizo reflexionar también sobre un arte perdido: el de contar películas. Aunque tal vez lo que me hizo pensar en eso fue La traición de Rita Hayworth, la novela de Manuel Puig que leí poco después del relato de Capote, en la que Toto Casals, un niño de más o menos la misma edad que Buddy (y también una versión autobiográfica del autor), les cuenta películas a los mayores. La época es casi la misma, y la historia también transcurre en un pequeño pueblo del interior de un vasto país, y Puig la terminó de escribir a comienzos de 1965, cuando tenía treinta y dos años. Toto Casals, de adulto, podría ser desde luego el Molina de El beso de la mujer araña. (¿Sería Puig una especie de Capote argentino? ¿Capote una suerte de Puig estadounidense?)

Supongo que el arte de contar películas comenzó a declinar cuando las películas dejaron de ser una exclusividad de las salas de cine. ¿Por qué te voy a contar una película si podemos alquilarla / comprarla / descargarla / buscarla en alguna plataforma y verla juntos donde queramos? Sólo tiene sentido contar películas en lugares donde no se pueden ver películas (por ejemplo un contexto de encierro, como en El beso de la mujer araña) o cuando las películas son inhallables. O cuando el objetivo es añadir un carácter humorístico o hermenéutico a la reseña, como hacen Te lo resumo así nomás y todos los canales de YouTube que lo imitaron después.

En cualquier caso, contar películas resulta un gran entrenamiento narrativo. Contar una película entraña las mismas dificultades que contar una historia a secas: identificar los hilos del relato, edificar su estructura, presentar de forma clara a los personajes, dosificar la información, crear intriga, tensar las cuerdas de la emoción y el suspenso en los momentos oportunos, lograr que el clímax genere satisfacción. Casi siempre se piensa como una narración oral, pero también se puede hacer por escrito. Así lo hacía el propio Puig cuando le mandaba cartas a su familia, unas cartas plagadas de “anécdotas, chismes y películas, muchas películas”, como señala Virginia Higa en su crónica sobre “Manuel Puig en Estocolmo”, incluida en su último libro, El hechizo del verano.

Fragmento de la página 121 de El hechizo del verano,
de Virginia Higa (Sigilo, Buenos Aires, 2023)

¿Cuántas películas habrá contado Puig antes de escribir su primera novela (y antes de decidir que su primera novela debía tener una estructura que se saliera por completo de las formas tradicionales de contar historias, incluidas las de contar películas)? ¿Qué se puede hacer salvo ver películas?, se preguntaba Charly García en tiempos aún bastante más oscuros que los actuales; si tenemos suerte, podemos leer.

“Leer las cartas [de Puig] me produce el mismo efecto que la lectura de sus novelas –escribe Higa–: su sensibilidad se funde con la mía y se imprime sobre las cosas que veo, y me siento menos sola”. Suele ser el efecto de la buena literatura: nos hace sentir menos solos. Además, como dice la amiga de Buddy, algunas historias es preferible que nos las cuenten con palabras en vez de que estemos mirando una pantalla. Así podemos imaginar mejor. Algunas de esas historias, incluso, nos conmueven siempre hasta las lágrimas.