3 de octubre de 2024

Algunos apuntes sobre manejar

Obtuve mi licencia de conducir hace tres años y medio. El primer paso, antes de rendir el examen teórico, fue hacer un cursito online que, además de enumerar las normas de tránsito esenciales, ofrecía algunas enseñanzas extrapolables al resto de la vida. Por ejemplo: la prioridad en la circulación no es la velocidad sino la fluidez. No importa tanto ir rápido como mantenerse en movimiento, sin detenerse. O también: si ves que alguien comete una infracción, no intentes darle una lección, ni mucho menos vengarte. Que esa persona siga su camino y vos seguí el tuyo. No recuerdo con qué palabras exactas lo decía, pero la idea era esa. Después rendí el examen práctico. Como estábamos todavía en pandemia, manejé sin un evaluador sentado al lado. Supongo que eso me vino bien. Igual me estresé y me dolió la cabeza desde varios días antes de la prueba hasta varios días después.

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Unos meses más tarde compré un auto y, desde entonces, manejo.


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Al principio me parecía bastante increíble salir con el auto y luego volver a mi casa y no haber chocado. Después fui ganando seguridad y confianza, y me di cuenta de que la escasez de choques y otros incidentes viales es, en todo caso, un milagro que construimos entre todos.

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La primera vez que manejé por autopista, seis meses después de la obtención del registro (durante ese primer semestre uno es principiante y debe anunciarlo con un cartelito verde en el parabrisas y en la luneta trasera y tiene prohibido conducir por vías cuya velocidad máxima supere los 70 km/h), no pude evitar que atravesara mi mente esta idea: “Estoy manejando a 120 km/h. Si pegara un volantazo, un instante después estaría dando vuelcos sobre el asfalto. No sólo me mataría yo sino que probablemente me cargaría también a otras personas”. Me acordé del Hombre Araña y aquello de que un gran poder conlleva una gran responsabilidad.

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Un amigo me dio un consejo: respetar las normas de tránsito está muy bien, pero ojo, en algunos casos por respetar las normas de tránsito podés provocar un accidente. ¿Cómo conviene actuar, entonces? La respuesta se halla en el refranero español: donde fueres, haz lo que vieres.

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Así como uno de los pretextos más válidos para aprender a tocar un instrumento musical es eludir en las fiestas la exigencia de bailar, uno de los grandes beneficios de aprender a manejar radica en sacarse de encima la obligación de dar charla al conductor. Cuando uno maneja, es a uno a quien deben darle charla. El compromiso recae sobre otra persona, alguien que además tiene que encargarse de mirar el mapa, indicar el camino, cebar mate y ocuparse de todo problema que se pueda resolver con el auto en movimiento. Es dura la vida del copiloto o la copilota (o la co-pelotas, como decía alguien por ahí).

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Si uno va solo puede escuchar música, o un programa de radio, o simplemente el zumbido del motor del auto, ese ruido blanco que relaja, sosiega, hace compañía; que te recuerda que siempre vas por un túnel: el túnel que el vehículo abre en el aire con su trompa y que se cierra de inmediato detrás de él. ¿Qué veríamos si el aire no fuera transparente, si pudiéramos percibirlo como un polvillo tenue que flotase alrededor de nosotros, en todas partes? Me lo pregunté hace poco, mientras manejaba por la ruta y los camiones que pasaban en dirección contraria, a toda velocidad, a un metro de mí, hacían vibrar el auto y me obligaban a sostener el volante con especial vigor.

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Una consecuencia inesperada de manejar: volví a escuchar fútbol por radio. Escuchar partidos por radio me conecta con mi infancia, los años ochenta y también los noventa, cuando la televisión casi no pasaba partidos en vivo y había que construir las imágenes visuales a partir de las palabras de los relatores. Como en la literatura. En esa época los partidos se jugaban todos a la misma hora, y uno arrancaba a escuchar la radio varias horas antes y disfrutaba toda la previa, y se aprendía los nombres completos de los jugadores y la ciudad o el pueblo del que cada uno provenía, y gozaba después de la maestría de Víctor Hugo, que hablaba de balas que pican cerca, no quieran saber, no le pregunten a nadie cómo se ha salvado este o aquel equipo, y recreaba las charlas entre los jugadores y los árbitros sin necesidad de leer los labios (y estos no hubieran podido impedirlo ni aunque se taparan la boca para hablar, pero no se tapaban la boca para hablar), y sacaba de la galera barriletes cósmicos y un montón de otras metáforas. Cuando Proust mordió su famosa magdalena habrá sentido algo parecido a lo que sentí yo cuando empecé a andar en auto y, por primera vez en muchos años, escuché la transmisión radial de un partido.

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Automovilistas y motociclistas son enemigos naturales, como automovilistas y ciclistas, o automovilistas y colectiveros, o automovilistas y taxistas, o automovilistas y otros automovilistas. Malditos automovilistas, arruinaron el automovilismo.

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Siempre me gustaron mucho las escenas de las películas yanquis en que unos personajes van en auto por la ruta y ponen una canción, una de esas canciones que acá casi todos conocemos pero no sabemos –ni nos preguntamos nunca– qué dicen, de qué habla la letra, y las canturreamos “por fonética”, así nomás (uso el verbo canturrear porque me suena a  chapucear y a chapotear, porque lo que hacemos es un poco eso, un ruido amorfo, como si golpeáramos las manos sobre la superficie de la música), pero los personajes de las películas por supuesto sí saben lo que dicen esas canciones, y las cantan, y hay una parte de mí que en esos casos siempre se sorprende, siempre se dice “claro, para ellos escuchar estas canciones debe ser como para nosotros escuchar rock nacional”, y ahora cuando manejo y escucho música y canto una canción, fantaseo con que estoy en una película: soy el protagonista de una película y alguien, en la otra punta del mundo, la ve y se sorprende de que yo sepa lo que dice la canción, una canción cuya letra a veces está subtitulada y otras veces no, porque eso es lo que sucede en las películas, los subtituladores son así de caprichosos.

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(Por cierto, dos películas argentinas recientes, Alemania y El viento que arrasa, incluyen escenas en que las protagonistas van en auto y escuchan temas de Virus. Y Virus suena en El amor después del amor, la serie sobre Fito Páez, y parece que también en Ella, la serie sobre Cris Miró, y en la película El Jockey… Virus, banda sonora oficial de este momento del cine y las series argentinas.)

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Un día descubrís que estás manejando sin pensar –y llevás un buen rato sin pensar– en que estás manejando. Ese día es glorioso, porque te das cuenta de que ya no tenés que poner toda tu atención en el volante, la palanca de cambios, la sincronización entre el acelerador y el embrague, los espejos: el conocimiento ya llegó al músculo. Sos consciente, entonces, de que alcanzaste la graduación definitiva. Ese día confirmás que aprendiste a manejar. Y que sólo resta lanzarse a los caminos, esas anheladas y tan estimulantes superficies de placer.