Ella asistía a un taller literario y sin embargo, en los dos años y pico que estuvimos juntos, nunca me permitió leer ninguno de sus textos. Decía que le daba vergüenza. Lo que sí leímos juntos una vez fue un cuento de una amiga suya, compañera en el taller. Luego, mientras lo comentábamos, yo señalé algo relacionado con la estructura del relato, o quizá con el uso de los tiempos verbales o con la voz que narraba, no recuerdo. Entonces ella me miró con un gesto de sorpresa, casi de espanto, y con un tono que revelaba por mí algo parecido a la lástima dijo: “Claro, es que tú lees como escritor” (me hablaba de tú porque es española). Desde su perspectiva, el hecho de que al leer yo analizara esa clase de cuestiones técnicas –por llamarlas de algún modo– hacía que mi disfrute fuera menor que el de ella, quien se entregaba a la lectura de una manera mucho más “relajada”.
Conté muchas veces esa anécdota, sobre todo desde que empecé a dictar talleres, porque creo que retrata muy bien esa idea tan extendida: la de que el goce ante un hecho artístico es mayor cuando lo enfrentás con “inocencia”, dejando de lado lo racional y poniendo atención nada más que a las sensaciones y los sentimientos que ese hecho te genera, porque lo único que importa es si te gusta o si no te gusta. Por supuesto que todo eso (las sensaciones, el gusto personal) es importante, pero no lo único. Lo demuestra una prueba irrefutable: nadie que haya adquirido las herramientas para leer de una forma más profunda, sin quedarse en la superficie de los textos, analizando los complejos mecanismos que, como los de relojería, permiten que un relato funcione y genere determinados sentidos, ninguno de esos lectores, digo, desearía desprenderse de tales herramientas, “olvidar” ese modo de leer para, en teoría, disfrutar más. Y no lo desearía precisamente porque sabe que se disfruta más cuando se lee así: cuando se lee mejor, podríamos decir.
Pensé en todo esto cuando empecé a armar la librería y me empezaron a llegar libros que no había leído. A todos los conocía, pues yo mismo los había pedido; el catálogo de Esmeralda Libros es, entre otras cosas, una curaduría: está compuesto por libros que leí y me gustaron mucho, y también por libros que no leí pero escritos por autores que me gustan, o que me recomendaron, o sobre asuntos que me interesan, e incluso algunos elegidos por pura intuición. Surgió entonces el interrogante: ¿cómo hacer con los que no había leído? Todos sabemos lo desagradable que resulta enfrentarse con alguien que vende libros y no sabe nada sobre ellos. Me di cuenta de que tenía que leer todos esos libros, al menos parcialmente, en principio siquiera hojearlos, leer las contratapas, las solapas, el índice, la biografía del autor. Intuí que todo eso constituía también un modo de leer. Leer como librero.
En esas mismas semanas iniciales del proyecto de la librería releí las Memorias de un librero, del mítico Héctor Yánover, fundador y jefe de la librería Norte –en la ciudad de Buenos Aires– desde los años sesenta hasta su muerte en 2003. Había leído por primera vez esas memorias más de veinte años antes, en un volumen que no recuerdo quién me prestó; desde el año pasado, tengo conmigo la versión que Trama editorial publicó en Madrid en 2014.
Entre sus recuerdos bellamente desordenados, Yánover destaca que, así como existen “libreros que leen constantemente y tratan de que no se sepa”, también hay “libreros que no han leído jamás un libro y se jactan de ello”. Como exponente emblemático de los libreros que leen podemos citar a don Constantino Caló, propietario de La Incógnita, una librería ubicada en la calle Sarmiento al 1400 que, según cuenta Yánover, “se fue llenando hasta que las estanterías resultaron pequeñas”. Caló entonces “amontonó pilas de libros en los pasillos, sobre los mostradores, detrás, delante, arriba, mientras él iba siendo desalojado como en ‘Casa tomada’, y cada vez corría su silla más cerca de la puerta de la calle, hasta que definitivamente, y durante años, se lo pudo ver sentado en la vereda de su real Incógnita, leyendo. Si le pedías un libro, se metía por oscuros pasillos y escondrijos minúsculos para salir, al cabo, triunfante de su laberinto con el libro en la mano. Otras veces desanimaba al presunto lector o porque no tenía ganas de buscar el libro solicitado o no le gustaba o ese día ya había vendido lo suficiente”.
“El librero –apunta Yánover– debe aparentar ser culto e insistir en su apariencia. Ser un tanto pedante; y debe saber administrar ambas cosas”. Ser culto, de todas formas, no puede quedarse en una mera fachada. Queda claro cuando el librero elogia la sagacidad de su hija Débora, heredera de la librería Norte y del oficio: “Cuando aquel cliente vino a pedir La oreja cortada de Hegel y Débora, rápida como el rayo, le alcanzó La oreja rota de Hergé, una aventura de Tintín, todos felicitamos su capacidad deductiva. De ahí que no me pude aguantar y lancé mi filípica acerca de lo bueno que resulta un librero que sea capaz de obturar los agujeros de la memoria de un cliente y reconstruir su deseo verdadero a través de los elementos que exponga”.
La capacidad deductiva es sin duda valiosísima, pero para desarrollarla es imprescindible un paso previo: el conocimiento. De lo contrario, la pretendida sagacidad puede conducir a errores groseros, como el que refiere Alejandro Zambra al narrar un episodio de su adolescencia: “Recuerdo al empleado de la librería Atenea que, cuando yo buscaba La vuelta al día en ochenta mundos, me aclaró con paciencia, muchas veces, que el libro se llamaba La vuelta al mundo en ochenta días y que el autor era Julio Verne y no Julio Cortázar”.
Viene a cuento citar un libro cuyo título parece un chiste pero que es un excelente ensayo sobre la lectura: Cómo hablar de los libros que no se han leído, del francés Pierre Bayard. “Dado que imparto clases de literatura en la universidad –explica el autor en el prólogo– me es imposible escapar a la obligación de comentar libros que la mayoría de las veces ni siquiera he abierto”. La primera parte de la frase podría ser reemplazada por: “Dado que soy librero…” El epígrafe del libro es una cita de Oscar Wilde: “Jamás leo los libros que debo criticar, para no sufrir su influencia”. Insisto: por más que todo parece un chiste, es un ensayo excelente. Lo sé porque lo leí; aunque, si no me creen, me parecerá entendible.
“El librero termina siendo un compuesto de libros –anota Yánover–, ya que si es un tanto así de curioso abrirá uno que otro y mirará allá un índice, acá una nota, más allá una fecha y en este otro un prólogo, una justificación, un epílogo. Y eso varias veces por día, seis días a la semana, todas las semanas de su vida. Cuando se quiere acordar ya olvidó la fuente donde leyó todo aquello”.
Goethe escribió que “cuando se lee no se aprende algo sino que se convierte uno en algo”. Ese algo en lo que uno se convierte, digo yo, depende en parte de cómo lee. Sospecho que esa lectura del picoteo, el aprovechamiento al máximo de cada dato que se extrae de la revisión de un libro que se sostiene en las manos durante unos pocos instantes, es el rasgo que define la acción de leer como librero. Algún día la persona que esté a mi lado me verá comportarme de esa forma y me dedicará un gesto de sorpresa, casi de espanto, y con un tono que revelará por mí algo parecido a la lástima me dirá: “Claro, es que tú lees como librero”. También me parecerá entendible, por supuesto.
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PD: Un día de 2017 o 2018 entré en la librería Norte y vi que sobre el mostrador tenían un ejemplar de las Memorias de un librero de Héctor Yánover editadas por Trama editorial. Yo las había leído tres lustros atrás y no recordaba que la librería de Yánover era precisamente esa en la que yo me encontraba. Le pregunté a la persona que me atendió si vendían allí los libros de esa editorial. Me explicó que no, pero que si a mí me interesaba algún título en particular tal vez ellos lo pudieran pedir. Le respondí que no, que sólo quería saberlo porque próximamente esa editorial iba a publicar el libro de un amigo. Me dio pudor revelarle que el libro que iba a salir en realidad era mío y que se titularía Contra la arrogancia de los que leen. Una edición de este libro impresa en Argentina llegó a las librerías de nuestro país un tiempo después, y todavía quedan ejemplares a la venta; algunos de ellos en Esmeralda Libros.