13 de septiembre de 2024

Cartas y latas de arvejas

Pasé hace unos días por la puerta de una iglesia ubicada sobre la avenida Díaz Vélez, frente al Parque Centenario, y me llamó la atención un cartel:

«SERVICIO DE ESCUCHA

Sábados de 10: 30 a 12 hs.

Los Escuchas te estamos esperando para ayudarte en tu aflicción.

¡Acercate!

No estés en soledad con tu sufrimiento.

Contá con nosotros para acompañarte y transitar esos momentos difíciles en tu vida.»

Me hizo pensar, primero, en la soledad que implica no tener ni un solo amigo al que le puedas contar tu aflicción y que tengas que recurrir a un extraño. Después pensé que, en realidad, ciertas historias pueden ser más fáciles de contar a un extraño que a un conocido. Luego pensé en esas personas, esos escuchas: me los imaginé ahí, a la espera, dispuestos a recibir a cualquiera tenga algo para decir. Hablar de los problemas propios a menudo equivale a sacarse de la espalda una mochila cargada de piedras. (Poco después, el 10 de septiembre, fue el día mundial para la prevención del suicidio, y la provincia de Buenos Aires presentó una campaña de sensibilización que lleva por nombre la consigna “Desactivemos el silencio”, y propone: “Hablemos de lo que nos pasa”.)

En su libro El hechizo del verano, Virginia Higa cuenta que una tarde, en una bulliciosa explanada junto a la estación Odenplan del metro de Estocolmo, había un hombre con un cartel que decía: Need to talk? I’ll listen [“¿Necesitás hablar? Yo te escucho”]. Higa imaginó que era un artista. “Solamente un artista, pensé, podía estar haciendo esta intervención mágica y concreta en la realidad. Solamente un artista podía crear con su mera presencia y un cartel de madera una puerta de acceso al misterio de la existencia”. Pero el hombre no era artista, sino ingeniero. Higa se sentó y conversó un rato con él. “No lo volví a ver –concluye su breve relato–. Pero sé que dentro de muchos años me voy a acordar de él y de lo que hablamos esa tarde en Odenplan. No hacía falta ser artista para crear belleza en el mundo”.

Escuchar como una forma de belleza.

Varias veces me han dicho, a lo largo de mi vida, que soy un buen oyente. No cuento esto para hablar bien de mí mismo, por supuesto, sino porque durante mucho tiempo no terminaba de entender por qué me lo decían, qué me convertía en un buen oyente, qué hacía yo que no hacían los demás. Podía ser porque presto atención a lo que me cuentan, aunque esto parece un requisito elemental para cualquier conversación. También porque, como soy bastante callado, mis interlocutores suelen hablar más que yo. Por otro lado, como odio que me interrumpan cuando hablo, procuro no interrumpir a nadie en mitad de una frase. Creo, sin embargo, que la principal razón es otra. Una conclusión a la que llegué con los años. Intuyo que la clave para ser un buen oyente radica en no juzgar a la otra persona; mejor dicho, evitar que la otra persona se sienta juzgada.

Me pasa muchas veces –incluso con amigos muy queridos– que cuento algo sobre mí y lo que recibo de inmediato, sin haberlo pedido, es una opinión o un juicio sobre mis actos, mis sensaciones o mis pensamientos. No hace falta tener opiniones acerca de todo, y mucho menos expresarlas siempre. Tener opiniones está sobrevalorado. Es uno de los males de nuestro tiempo; la lógica de las redes sociales contradice a Descartes e impone el “opino, luego existo”. Pero, cuando alguien te cuenta algo, guardarte para vos tu juicio o tu opinión, al menos en lo inmediato, puede ser una delicadeza, un cuidado, casi un gesto de amor.

Cuando le contamos una historia a alguien, muchas veces sólo necesitamos sacarnos de los hombros una mochila cargada de piedras. Y lo mejor es que ese alguien no nos dé su valoración acerca de la forma, el tamaño o los colores de esa mochila o de las piedras.

En un cuento de Ann Beattie titulado “Sueños” la narradora destaca su capacidad de guardar secretos, y dice que es “la clase de persona a la que la gente acude”. Cuenta: “Una vez, caminando por Chelsea tarde a la noche, una anciana bien vestida se asomó a su portón y me alcanzó una lata de arvejas y un abrelatas y me dijo: ‘Por favor’. En el subterráneo, un hombre me dio una carta y dijo: ‘No tiene que decir nada, pero, por favor, lea este párrafo. Sólo quiero que alguien más lo vea antes de romperla’. La mayoría de esas cosas, de alguna manera curiosa, tienen que ver con el amor”.

De eso se trata: las historias que contamos son ese párrafo que necesitamos que alguien más lea –o escuche–, sin decir nada, antes de que rompamos la carta. Y romper la carta no es olvidarla, sino convertirla en otra cosa. Como anotó Huxley: “La experiencia no es lo que te sucede, sino lo que hacés con lo que te sucede”. La experiencia es lo que hacés con los pedazos rotos de esa carta. Para quienes escribimos, la literatura es lo que hacemos con los pedazos rotos de esa carta, de todas las cartas, incluso las que no se dirigían a nosotros. Y a veces también lo que hacemos con las latas de arvejas y los abrelatas que la gente nos alcanza mientras nos dice por favor.