20 de junio de 2024

Contar historias sin avisarle a nadie

“Sí hay plata. La tienen los bancos”. Eso dice un grafiti de letras rojas sobre una de las paredes de una sucursal del Banco Ciudad, en La Plata, sobre la calle 47, casi en la esquina con diagonal 74. Hace un par de semanas le saqué una foto y la subí a Instagram. Añadí el epígrafe “Una pared”, algo que suelo incluir en las fotos de grafitis cuando sospecho –tal vez subestimando a mi escaso público– que el contexto de la imagen podría no entenderse. Diez personas le dieron me gusta.


Unos días después volví a pasar por ahí y vi grafitis nuevos. Por un lado, un corazón color lila que lleva dentro las palabras “Milei y Karina”, cuyo borde roza la pintada anterior. Por el otro, abajo, en letras negras: “Aborto retroactivo para Milei…” Hice otra foto. El plano, más amplio, incluye un gratifi más, que ya estaba desde antes: “Falta Julio. Estado asesino”, dice en letras naranjas. Subí esta segunda foto a Instagram con el epígrafe “Una pared (actualización)”. Tuvo 27 me gusta y un comentario: “Expresiones…”


Mis dos fotos, pensé después, contaban una historia. Toda imagen cuenta una historia, está claro, pero en este caso había dos capítulos: variaciones sobre una pared. Imaginé a alguien que no hubiera visto la primera publicación y al leer la palabra “actualización” en el segundo epígrafe se preguntara qué cosa se estaba actualizando. Imaginé la posibilidad de contar una historia –en Instagram o en cualquier otra plataforma– a través de fotos de un mismo lugar a lo largo del tiempo, sin epígrafes, sin textos, sin explicaciones. Sólo imágenes. Justo en estos días leí un cuento de Paul Auster que no conocía, titulado “El cuento de Navidad de Auggie Wren”, en el que un personaje hace precisamente eso: todos los días, a la misma hora, toma una foto con la misma vista de una misma esquina. Lleva doce años realizando esa tarea, más de cuatro mil fotos. El personaje dice que esa es “la obra de su vida”.

Después me di cuenta de que se podría narrar una historia con fotos no necesariamente tomadas en un mismo lugar a lo largo del tiempo. Podrían ser fotos diversas. Cualquier foto. Luego entendí que en eso consiste el feed de Instagram. Qué curioso que se llame así, y qué macabramente sincero, además: feed, alimentar a Instagram, un perfeccionado Tamagotchi. Me hace gracia el chiste tonto de llamarlo el Feed Campeador.

Relacioné todo esto con un recuerdo de mi infancia. Mi papá, en una época, como tanta otra gente, soñó con salvarse gracias al juego. No es que haya sido ludópata ni nada parecido, por suerte. Pero sí estuvo convencido de que existía una lógica no del todo caótica en el azar de la lotería y las quinielas, y de que bastaba con analizar durante el tiempo suficiente los números premiados para anticipar cuáles saldrían con mayor frecuencia durante un lapso posterior. El objetivo no consistía en hallar una fórmula mágica para saber qué número saldría a la cabeza y jugarse todo a ese pleno, sino una martingala que redituara márgenes pequeños, que brindara la certeza de perder bastante pero ganar un poco más. A la larga, y aumentando el monto de las apuestas, las ganancias terminan siendo importantes. Hay gente que en los casinos, de esa forma, ha ganado millones.

El caso es que mi papá, para armar su base de datos con todos los números premiados en la lotería nacional y en las loterías provinciales del país (y la tómbola de Montevideo), empezó a comprar todos los días el diario. El Diario Popular, que en aquella época –finales de los años 80– era el único que venía en colores. Nunca, ni antes ni después de las semanas o meses que duró aquel proyecto, yo viví en una casa en la que se leyera el diario todos los días. Por supuesto, para el niño que era yo por entonces sólo dos secciones despertaban interés: las páginas deportivas y las historietas. Entre estas últimas había una tira llamada “El bala perdida”, que contaba las desventuras de un sujeto que respondía a la calificación del título: un poco vago, un poco mujeriego, un poco perdedor. No tengo idea de quién era el autor de la historieta. Ahora googleo y no encuentro nada. No importa.

Lo que recuerdo es que, en esos días de leer todos los días “El bala perdida”, descubrí, para mi gran sorpresa (y por eso lo recuerdo todavía hoy), que había una continuidad entre cada tira y la del día siguiente. Como estaba habituado a leer las historietas sólo los domingos, que era cuando mis padres compraban el diario, las entendía compuestas por episodios absolutamente autónomos, sin más vínculos entre ellos que la reiteración de los personajes principales. En aquellos días, en cambio, descubrí que, si bien cada capítulo de “El bala perdida” funcionaba por sí solo, la historia revelaba una ilación –y era mejor– cuando uno podía leerla un día tras otro. Algo que confirmé más tarde, cuando encontré el mismo efecto en compilaciones de Mafalda o Clemente.

Qué difícil, pienso, la tarea de crear esas tiras diarias: deben contar una historia completa en tres viñetas, y además esas tres viñetas deben ser parte de una historia mayor. Una historia mayor que –lo más frustrante– tal vez no lea completa nunca nadie. ¿O acaso habrá alguien que haya leído en su totalidad de aquel “bala perdida” que ahora yo recuerdo? ¿Lo recordará siquiera alguien además de mí? Publicar cada día una partecita de una historia, atendiendo a los detalles y a la rigurosidad de sus claves internas, para un lector que probablemente no exista. Qué abnegación.

Pensé en todo eso al imaginar una tarea que implica aún mayor abnegación: la de contar una historia sólo a través de imágenes, sin epígrafes, sin ningún texto, sin avisarle a nadie que se está contando una historia. En una época en que tanta gente se desespera por llamar la atención, por hacer ruido, por gritar lo que sea a los cuatro vientos, una época en la que ese recurso permite convertirse en grafiti y en presidente, lo rupturista es llamarse a silencio, no tratar de hacerse notar todo el tiempo, cultivar el perfil bajo, convivir con la certeza de vas a perder bastante y probablemente no vas a ganar nada, aunque, quién sabe, tal vez algo sí ganés. Contar historias como quien no quiere la cosa. Como quien deja miguitas de pan en el camino para poder volver a casa, aún sabiendo del riesgo de que los pájaros se coman las miguitas y esas historias no las lea nadie.

* * *

PD: Cuando ya tenía más o menos terminado este texto, me crucé casi a la vez con dos tuits que comparto a manera de coda. Este:


Y este:


Un poco de todo eso se trata.