No me podía quejar: me estaba yendo a Madrid, a presentar un libro mío que acababa de publicarse allá, y llevaba en mi valija unos cuantos ejemplares de otro libro mío que acababa de publicarse acá. Además iba a visitar Londres y Barcelona. Un mes en Europa, en total. Un escenario soñado… salvo por un detalle. Cuatro días después, el sábado 24 de noviembre, en Buenos Aires, la ciudad donde vivo, se jugaría el partido más importante de nuestras vidas, y todos los ojos del mundo del fútbol se posarían sobre el Monumental, y a lo mejor yo hasta hubiera podido conseguir una entrada, como había conseguido para otros partidos de esa misma Copa Libertadores. Pero no, yo hacía el camino inverso: me iba a otro continente, a vivirlo todo a la distancia. No me podía quejar, está claro, pero tampoco podía evitar una cierta decepción.
El miércoles 21 llegué a Madrid, ciudad en la que viví siete años y por la que guardo mucho amor. El sábado a la tarde (el partido debía empezar a las cinco de la tarde de Buenos Aires, las nueve de la noche en la capital de España) fui a la sala Lolita, un boliche a la vuelta del Santiago Bernabéu que, en un gesto casi profético, había sido alquilado por hinchas de River y donde se iba a proyectar el partido en pantalla gigante. Recuerdo la incredulidad, primero, la incertidumbre, después, y la desazón, al final, ante la noticia de la suspensión del partido. No sólo por la suspensión en sí misma, sino también porque eso implicaba prolongar la tensión. Una tensión que me había dominado desde hacía veinticuatro días. Desde la noche del 31 de octubre, cuando se confirmó que la final de América sería el Superclásico, yo había continuado con mis rutinas, había trabajado, había presentado el libro, había dormido, pero aunque pareciera distraído o concentrado en otros asuntos, y aunque fuera en segundo plano, no había dejado de pensar, ni por un minuto, ni por un instante, en el partido: unas pocas semanas después, uno de los dos habría ganado la final de todos los tiempos y el otro la habría perdido. Ahora, como si esos veinticuatro días no hubieran sido suficientes, había que seguir esperando. En principio hasta el día siguiente.
El día siguiente supimos que deberíamos seguir esperando.
El martes 27 viajé a Pamplona, ciudad que habité por algunos meses y donde vive gente que quiero mucho, y el miércoles 28 presenté los libros allá, en una librería llamada Ménades, que en ese momento acababa de abrir y ahora acaba de cerrar. El jueves 29 unos amigos de Pamplona me llevaron de excursión a un pueblo llamado Sos del Rey Católico, que está muy cerca de Navarra pero ya es Zaragoza, y mientras andábamos en la ruta entre cerros y colinas empezaron a llegar a mi teléfono mensajes que aludían a mi buena suerte (siempre digo que soy un tipo con muy buena suerte) y bromeaban con la idea de que todo había sido una conspiración mía, que todo lo había orquestado yo, pero yo no entendía nada, no sabía de qué estaban hablando, hasta que comprendí que la idea disparatada que alguien se había atrevido a formular en los días previos ahora se tornaba una certeza: la final de la Copa Libertadores se iba a jugar en Madrid. El domingo 9 de diciembre. ¡En Madrid! De sentirme a contramano del mundo cuando me alejaba de Buenos Aires, pasé a que me trajeran la final adonde me encontraba yo.
Es cierto que ya tenía un pasaje a Londres para el viernes 7 de diciembre, pero por supuesto lo primero era lo primero: si conseguía una entrada para el partido, con la tristeza que implicaría no ver a los amigos a los que iba a ver en la capital británica, esa visita quedaría cancelada.
Y así fue. No conseguí entrada cuando se pusieron en venta de manera oficial (el domingo 1 de diciembre a las ocho de la noche) pero sí al día siguiente, en la reventa, en una web llamada StubHub. Ante ocasiones extraordinarias, gastos extraordinarios: 190 euros, más 32 de esa estafa llamada gastos de gestión. A lo que se podría sumar el lucro cesante londinense. Para colmo, después de realizar la operación y pagar con tarjeta, en lugar de recibir la entrada lo que obtuve fue un anuncio de que la entrada me llegaría en los días siguientes. ¿Me habían estafado? Elegí pensar que no, porque la web tenía pinta de seria y me habían dicho que era bastante conocida. En cualquier caso, era todavía más tensión: pero valía la pena. Era una de esas cosas que suceden una vez en la vida. De esas que, si uno las puede pagar, no tienen precio, valga la redundancia.
La entrada me llegó por fin cuatro días después, el viernes 7 de diciembre, a las 16.50. Conservo el mail con el enlace a través del cual la tenía que descargar. Tuve que descargar también una aplicación llamada PassWallet. No cambié de teléfono desde entonces y, aunque no volví a usarla, la app sigue ahí, y en ella el ticket virtual.
Pasó otro día y otro más y llegó el 9 de diciembre. La cita era a las ocho de la noche, hora de Madrid. Me desperté a las siete de la mañana y ya no pude volver a dormir. Había que pasar las horas. Quedé para almorzar con una amiga y su pareja en un bar de la zona de Goya, cerca del Parque del Retiro. Ellos sugirieron unas raciones de jamón y queso, ventresca con tomate y habas; yo estaba tan nervioso que sentía que la comida me daba igual y hubiera aceptado cualquier propuesta. Después de un rato con ellos, me fui para el Bernabéu. No podía más.
Algo que nunca había ocurrido para ninguno de los partidos que se jugaron en el Bernabéu durante todos los años que yo viví en Madrid sucedió ese día: la organización cortó el Paseo de la Castellana, la avenida sobre la cual se ubica el estadio. Y estuvo cerrada la estación de la línea 10 del metro, que circula por debajo de esa avenida. La idea era que los hinchas de River, a quienes la organización nos había asignado el sector norte del estadio, llegáramos desde el norte, desde el lado de la estación Cuzco, y que los de Boca, que ocuparían el sector sur, llegaran desde el lado de Nuevos Ministerios, es decir desde el sur.
Entré al metro en Príncipe de Vergara. Viajé por la línea 9 y en Plaza de Castilla hice la correspondencia con la 10. En los pasillos de esas estaciones había carteles con indicaciones y flechas informativas para nosotros, los hinchas de River. El escudo de River brillaba en las paredes del metro de Madrid. Para mí, que había recorrido miles de veces los pasillos del metro de Madrid, aquello era como un sueño: uno de esos sueños en donde se mezclan personas y cosas de ámbitos completamente diferentes y que cuando te despertás pensás qué loco, mirá la boludez que soñé.
Salí en Cuzco. Ya estaba oscuro. La multitud dominaba el Paseo de la Castellana. Hacía frío: en esta época allá es invierno. Yo me había puesto la camiseta de River sobre una remeta y, encima, una campera grande y abrigada. Había controles con policías montados a caballo que nos retenían durante minutos en algunas esquinas, y no faltaba el hincha que, ansioso e impaciente y muerto de los nervios como estábamos todos, soltaba el clásico daaale, cheeeeeee. Un paisaje bien argentino implantado en Madrid. El último de esos controles exigía mostrar la entrada. Saqué mi teléfono, abrí la aplicación, busqué la entrada, la miré y entonces –recién entonces– me di cuenta de algo terrible.
La entrada informaba que era para público general y que tenía que acceder por la puerta B, vomitorio 510-W, y que me correspondía el asiento 29, fila 4, en el sector 612, y que esto era en el 4º anfiteatro del… Fondo Sur. ¿Cómo que Fondo Sur? Me entró en cortocircuito el cerebro. En el Fondo Sur iban a estar los hinchas de Boca. Yo estaba llegando desde el norte, porque a nosotros nos tocaba el Fondo Norte. Tenía una entrada para la tribuna de ellos. ¿Qué había pasado? ¿Me había equivocado yo al comprar, o me habían estafado? ¿Cómo no había revisado antes, cómo no me había dado cuenta? Y lo más importante: ¿qué iba a hacer?
Por un momento, suponiendo lo que tendría que hacer si eso me pasara en Argentina, pensé que estaría obligado a retroceder, dar todo un rodeo por las calles laterales, alcanzar la zona de Nuevos Ministerios, es decir, desde donde llegaban los hinchas de Boca, y desde ahí caminar para entrar al estadio por el sur. Lo que antes parecía un sueño ahora adquiría tintes pesadillescos. Pero enseguida llegué al control, y el policía de turno vio la entrada en la pantalla de mi teléfono y sin importarle si decía norte o sur o cualquier otra cosa me indicó que avanzara. Y avancé. Medio minuto después llegué a la puerta B, vomitorio 510-W, y atiné a balbucear algo frente al tipo de la puerta, pero el tipo me indicó que escanera el QR, y lo hice, y la luz del molinete pasó de roja a verde, y entonces entré.
El primer problema estaba resuelto: ya estaba dentro del Bernabéu. Quedaba un segundo problema: si todos los lugares del Fondo Norte estaban asignados, ¿dónde me iba a ubicar?
Al entrar descubrí algo que no sabía o no recordaba (yo había estado una vez en el Bernabéu: entré a ver el segundo tiempo del derbi que el Real Madrid le ganó 2-1 al Atlético el sábado 4 de marzo de 2006): los pasillos del estadio están conectados, de modo tal que, cuando uno entra, puede dar una vuelta de 360º pasando por los cuatro sectores de tribunas. Es decir, aunque yo hubiese ingresado por un acceso del Fondo Norte, podía caminar hasta cualquiera de las plateas, y también hasta el Fondo Sur. Descubrí también que, en las plateas laterales, los hinchas de ambos equipos estaban mezclados. En eso sí que el paisaje no se parecía nada al de los del fútbol argentino. Y descubrí algo más: que desde la platea la visión era extraordinaria, y que podía quedarme parado ahí, sin molestar a nadie, de hecho éramos unos cuantos, y de ese modo se resolvía la segunda cuestión, vería el partido desde ese lugar. De nuevo, todo parecía ir bien.
La hora del partido se acercaba. Estaba todo listo. La tensión era máxima. Sobre la cancha se desplegaron los escudos de ambos clubes y el de la Copa Libertadores. Ahora sí, por fin, se iba a jugar el partido. Se iba a resolver la final más larga del mundo, cuarenta interminables días durante los cuales la tensión, los nervios y el estrés lo acapararon todo, en los que imaginamos todos los escenarios posibles, de los más probables a los más insólitos, de los más increíblemente felices a los más abrumadoramente horrorosos. Entraron los equipos a la cancha y comenzó a sonar el himno argentino. Y en ese momento, cuando faltaban instantes apenas para que empezara el partido, se presentaron unos cuantos policías y nos indicaron, a mí y al resto de los que estábamos ahí, en un tono inapelable, que no podíamos estar en ese sector, que cada uno debía ocupar su localidad. Pensé lo más rápido que pude: mis intentos de explicar que me habían estafado con la entrada no le importarían a nadie, sólo servirían para aumentar mis nervios y mi ansiedad, el partido ya estaba por empezar, tenía una ubicación de la que nadie podría echarme, decidí ocuparla.
Me senté entre los hinchas de Boca.
Fue terrible el primer tiempo. Porque lo vi ahí, rodeado de ellos. Porque quería cuidarme bien de que mi camiseta de River no asomara por debajo de mi campera (aunque es larga, a cada rato yo estiraba la parte de la cintura hacia abajo). Porque tenía que estar atento para saber cómo comportarme si había un gol. Y porque River jugó mal y ellos tuvieron varias llegadas claras. Sufrí. Cuando se acercaba el final de esa primera parte, ya había decidido que no podía seguir ahí. A todos los nervios y la ansiedad y la tensión previa no podía seguir sumando esa incomodidad. No me lo iba a bancar. Me estaba haciendo mal. De alguna manera encontraría un lugar en la tribuna de River, ya vería cómo. Ya tenía esa sensación tomada cuando metió el gol Benedetto y desde luego todo fue un estallido en ese sector. Me levanté y, mientras a mi alrededor la gente gritaba y se reía y festejaba y se abrazaba, yo me movía de un lado al otro puteando por dentro en todos los idiomas y deseando que ese primer tiempo se acabara de una vez.
Apenas concluyó, me levanté y salí al pasillo. No recuerdo si en ese momento tenía presente una estadística fatal: River no daba vuelta un Superclásico desde 1987. “¿Qué motivo había para creer –hago mías algunas palabras de Andrés Burgo en La final de nuestras vidas–, si además Boca había jugado mejor que River en el primer tiempo? ¿Y si al final no se trataba de justicia poética [la posibilidad de ganarles el partido más importante de la historia y propinarles a ellos una mancha tan imborrable como el descenso nuestro] sino de puro excremento futbolístico? ¿Y si todo, hasta los triunfos de 2014, 2015 y la Supercopa en marzo [de 2018], se había tratado de una broma macabra? ¿Y si nuestro destino estaba definitivamente marcado y quedábamos condenados a cumplir el mito de Sísifo, el hombre que sube una roca por una cuesta empinada hasta que, a punto de alcanzar la cima, el propio peso de la roca lo hace caer, y así empieza a subir de nuevo, una y otra vez?”.
Como dije, todo aquello me estaba haciendo mal. Físicamente. Cuando caminaba por uno de esos pasillos donde convivía enfervorizada gente de azul y amarillo con preocupadas y cautas personas de blanco y rojo, sentí el primer retortijón. Después otro, y otro más. ¿Me habían hecho mal la ventresca y las habas? Tenía que ir al baño.
Entre la infinidad de cosas que se dijeron en la previa al partido, el Fútbol Club Barcelona se había quejado de que el Real Madrid hubiera accedido a que su estadio fuera sede de esa final cuando, en varias ocasiones, se había negado a cederlo para la final de la Copa del Rey: el pretexto era que los baños del Bernabéu se hallaban en plena obra; el motivo verdadero, que el club blanco quería evitar que el Barça celebrara un título en su estadio. “Hermanos argentinos –ironizó un periodista catalán antes de la final–, respeten los urinarios del Santiago Bernabéu. Son la nueva Capilla Sixtina”.
A esos baños acudí durante el entretiempo. No precisamente a los urinarios.
Cuando salí, aliviado, ya había empezado el segundo tiempo. Procurando no llamar la atención, subí las escaleras hasta lo más alto del Fondo Norte. Vi algunos asientos libres. Pregunté si esos asientos estaban ocupados; me respondieron que no. Desde ahí vi el resto del partido.
El segundo tiempo fue mejor. River se veía más seguro en la cancha, más aplomado, con más juego, con mayores posibilidades de crear peligro. Llegó el gol de Pratto: el desahogo. Era fundamental que la pelota entrara. Por tercera vez igualábamos la serie. Los minutos siguieron corriendo, hasta que se acabó el tiempo regular. Como si los cuarenta días de espera no hubieran sido suficientes, había alargue. El primer tiempo de la prórroga fue el único lapso del partido en que River atacó hacia el arco que yo tenía más cerca. Enseguida lo echaron a Wilmar Barrios. Todo era dramático. Aguante, corazón, aguante, diría un relator. Siempre digo que una de mis muertes posibles es de un infarto mientras veo a River; pero, si no fue ese día, tal vez no sea. A los 3 minutos del segundo tiempo suplementario llegó el gol de Juanfer. Te amo, Juanfer. Se habían jugado 198 minutos de esa interminable final y ahora, por primera vez, íbamos ganando. Y faltaban apenas doce. Recuerdo que después del grito desaforado, del delirio, miré el reloj en la pantalla del estadio y vi que restaban doce minutos. “¿Cómo mierda pueden tardar tanto en pasar cuarenta y cinco minutos? –se pregunta un futbolero en un cuento de Fontanarrosa–. Si uno va a comer por ejemplo, o a tomar un café y está allí, al pedo, charlando, mirando a la gente, distraído y de pronto cuando mira el reloj ya se le ha pasado más de una hora. ¿Cómo es posible esa diferencia de densidad en el tiempo?”. Bueno, allá, aquella vez, no faltaban cuarenta y cinco, sino apenas doce. Había que aguantar. O meterles otro gol, de contra, pero sobre todo aguantar, como fuera, cuidar la ventaja, que no nos empataran. Mis recuerdos de esos instantes son difusos. Yo ya no era más que una bola de nervios, de desesperación. Se lesionó Gago. Zuculini le pegó al arco desde la mitad de la cancha. Ellos se nos venían, se venían para el lado donde estábamos nosotros, los hinchas de River. Nuestro arco parecía enorme. Tuvieron un córner. Luego otro. Pavón (que se llama Cristian, como yo, que de chiquito era hincha de River, como yo, y al que le dicen Kichan, como un nene me decía de chiquito a mí) pateaba los córners desde la esquina donde estaba yo, desde abajo de donde estaba yo, se podría decir, y en cada córner parecía que la pelota iba a entrar, Jara pateó una en un palo y ya estábamos en tiempo cumplido… Y cuando sentía que ya no podía más, cuando todos los que estábamos ahí atrás de ese arco soplábamos para ayudar a que la pelota no entrara, fue que Armani rechazó el córner con un puño y Juanfer primero le erró con el taco pero después acertó a tirársela adelante al Pity Martínez y el Pity corrió y en ese momento escuché la voz de alguien cerca de mí (también puede ser que haya sido una voz dentro de mi cabeza, pero creo que no, creo que alguien lo dijo): “No hay arquero, es gol”, y el Pity corrió y corrió y todos de alguna forma corrimos con él y cuando metió el gol allá en la otra punta todo fue descontrol, porque ahora sí era el final, se terminaba, no había tiempo para más, ganábamos, habíamos ganado, ganamos. Y yo allá arriba grité y me abracé con cualquiera y festejé, y me quedé ahí hasta que nos echaron, literalmente, hasta que llegaron los empleados del estadio a decirnos que nos teníamos que ir.
Mientras salía del estadio, sentí que me bajaba el cansancio todo junto, de un modo violento, implacable, voraz. Como si la tensión y los nervios que me habían dominado hasta ese momento se hubieran retirado de golpe y me hubiesen dejado hecho un trapito. No tenía fuerzas para seguir. Llegué al metro y en lugar de tomarlo en dirección al centro, para festejar, me fui para el otro lado, a donde iba a pasar la noche, en la casa de unos amigos en San Sebastián de los Reyes, y cuando llegué, otra vez descompuesto, volví a usar el baño de unas maneras que no detallaré, y después me acosté y dormí de un tirón hasta las once de la mañana.
Me levanté ese lunes con dolor de panza, y al mediodía me obligué a comer algo, porque llevaba casi veinticuatro horas sin ingerir nada.
¿Acaso me importaba? Era feliz.
Ese partido me atravesó el cuerpo. Y me cambió la vida. Hay un antes y un después de ese día. “Cierren los ojos –nos propuso Gallardo unos años más tarde– e imagínense si nos hubiera tocado perder el partido, el dolor que estaríamos sintiendo en este momento”. En mi caso, además (y tuvo que pasar bastante tiempo para poder darme cuenta de esto), se había puesto en juego Madrid. Mi vínculo con Madrid, una ciudad que amo, que es parte fundamental de mi vida: todo eso se habría contaminado de sensaciones negativas si hubiésemos perdido. La final, y el hecho de que yo justo estuviera en Madrid y que haya podido ir a verla, fue para mí una involuntaria apuesta a doble o nada. Por fortuna, gané el doble. “Ahora abran los ojos –siguió Gallardo aquella vez– y vean a su alrededor, vean, vibren y sientan en su corazón que ganamos la final más hermosa del mundo”. Dicen que el fútbol es lo más importante entre las cosas menos importantes; yo estoy convencido de que, excluyendo todas las alegrías y la felicidad que me darán las cosas importantes (la familia, el amor, etc.), la de aquel 9 de diciembre es la alegría y la felicidad más grande de mi vida. “Y eso es una realidad, y va a ser una realidad todos los 9 de diciembre por el resto de nuestras vidas. Vamos a disfrutar eternamente de este 9 de diciembre. El corazón nos hará latir cada 9 de diciembre. Disfruten porque va a ser único y eterno”. Así es.
PD: No sé si este texto podrá tener algún interés para alguien más que para mí. Había escrito una crónica mucho menos personal y más urgente, que publicó la revista Letras Libres. Pero necesitaba escribir este texto (que se me resistió durante seis años) para mí. La foto, una pared en los alrededores del Monumental, la saqué ayer.